viernes, 16 de febrero de 2007

Un asesinato premeditado en el Hospital Militar. Gregorio Álvarez y la muerte de Roberto Luzardo.

1. BRECHA PAG. 11

Gestor de una venganza personal que determinó la muerte premeditada de un prisionero herido durante la represión de 1972, el General Gregorio “Goyo” Álvarez enfrenta otra acusación judicial. Los testimonios de dos testigos clave en el “caso Luzardo” precipitarían su citación ante el juez Juan Carlos Fernández Lecchini.


Samuel Blixen

Gregorio Álvarez permaneció varios minutos junto a la cama de un prisionero político, Roberto “Perico” Luzardo, que a fines de mayo de 1973 agonizaba en el Hospital Militar, víctima de una herida de bala que lo había dejado parapléjico. Álvarez había ido expresamente al hospital para confirmar que el

prisionero –falsamente acusado de participar en la muerte de su hermano, el Coronel Artigas Álvarez– moriría como consecuencia de la omisión de asistencia que él y otros generales habían ordenado.

Luzardo, de 30 años, vecino muy querido de Durazno, había sido gravemente herido en un operativo militar ocurrido en agosto de 1972 en el bar Asturias, donde también fueron detenidos otros dos militantes del mln, Henry Engler y José Serrano Piedecasas. Luzardo murió días después de la visita de Álvarez. La orden había sido ejecutada a conciencia: entre diciembre de 1972 y junio de 1973 y después de haber sido sometido a una patraña de operación quirúrgica, Perico no recibió ninguna asistencia. Con su cuerpo lacerado por heridas infectadas, éscaras provocadas por su inmovilidad, y por la falta de higiene, falleció finalmente de inanición.

Su madre, Zulma Cazeneuve de Luzardo, su viuda Ana Blanco y sus hermanos, decididos a establecer las responsabilidades de médicos y oficiales, impulsaron una denuncia penal cuyo trámite ingresa en estos días en una etapa decisiva con la presentación de dos nuevos testigos, clave para demostrar el asesinato premeditado. Sobre los detalles del proceso BRECHA conversó con Raúl Luzardo, uno de los hermanos de Perico. Lo que sigue es parte de una extensa conversación.


—Existen grandes presiones desde círculos militares y también políticos para que “no hagamos olas”. Estamos esperanzados en que la investigación que lleva adelante el juez Fernández Lecchini cobre un gran impulso en los próximos días. Llegamos a un eslabón fundamental en la cadena de testigos y de hechos. El 6 de diciembre declaró el cirujano León Sazbon, quien se contradijo, pero ante la insistencia del juez admitió que trabajó en la sala 8 del Hospital Militar, y que había operado a mi hermano Roberto. Y también admitió que su jefe era, en aquel entonces, el médico Jorge Rodríguez Juanotena.

Este cirujano también fue citado, pero aparentemente no ubicaron su domicilio. Nosotros encontramos su actual dirección y se la hicimos saber al juez en un escrito. La importancia de este testigo, que ya había sido citado por mi hermano en cartas, antes de morir, radica en que en 1990 fue interpelado por mi hermana María Nilsa, que logró localizarlo en el casmu. Ante mi hermana, Rodríguez Juanotena deslindó cualquier responsabilidad y dijo haberlo visto sólo una vez antes de renunciar al Hospital Militar. Creemos que ello no es cierto, no sólo por las cartas que nos enviaba mi hermano, sino por otros testimonios que pudimos recoger; pero además está ahora el testimonio del cirujano Sazbon, quien lo identifica como su jefe directo. Nosotros tenemos la convicción de la responsabilidad de ambos: la del cirujano, que se limitó a abrirlo y cerrarlo, y la del jefe de la sala.

—¿Cuál era el estado físico de su hermano?

—Mi hermano tenía una herida de bala que había afectado la médula de la columna vertebral y que lo había dejado paralítico. Al principio, en los meses que van desde agosto de 1972, cuando fue capturado, hasta diciembre de ese año, mostró una cierta recuperación. En diciembre, los principales jefes del Ejército, los generales Esteban Cristi, Hugo Chiappe Posse y Julio César Vadora, acusaron a mi hermano de haber conducido la camioneta que participó en el atentado contra el coronel Artigas Álvarez, hermano del general Gregorio Álvarez, y desde ese momento Roberto no recibió ninguna asistencia hasta su muerte, en junio de 1973. Se trató de un verdadero complot, que tuvo por objeto involucrar al propio Gregorio Álvarez, por razones que tienen que ver con la relación de fuerzas entre las fracciones de los mandos del Ejército. El Goyo era en esos tiempos el jefe del Estado Mayor y en una entrevista con mi padre, en la sede de la Región 1, en la avenida Agraciada, manifestó cierta disposición a permitir que Roberto fuera entregado a la familia para su asistencia médica. Después de que mi hermano fue acusado de intervenir en el atentado contra Artigas Álvarez la actitud del Goyo cambió radicalmente. La misma conducta tuvo el general Chiappe Posse, comandante del Ejército. En la entrevista que mantuvimos con él mi madre y yo, Chiappe se comprometió a estudiar el pedido de que Roberto fuera trasladado a otro hospital para su asistencia, pero después modificó su actitud.


—¿Cómo se orquestó el complot?

—Para involucrar a mi hermano en el atentado –y está claro que él no tuvo nada que ver: en su comparecencia ante el juez el médico Henry Engler, que en aquel entonces ocupaba un cargo de responsabilidad en el mln Tupamaros, declaró explícitamente que Roberto no participó en esa acción. Los militares obligaron a cuatro prisioneros, que fueron torturados salvajemente, a formular la acusación. La falsa acusación que dio lugar al complot está debidamente documentada en un escrito que presentamos al juez y en el que uno de los cuatro prisioneros detalla cómo fue presionado; los cuatro prisioneros fueron obligados también a realizar un reconocimiento, en el Hospital Militar, y por

ello existe otro testimonio, además de los de la familia, sobre las condiciones inhumanas a las que estaba sometido Roberto.

—¿Qué pretendían con ese complot?

—Hacerlo pagar por su militancia, pese a que no tenían cargos específicos contra él, adjudicarle un castigo mayor y, además, inducir a Álvarez a comprometerse. Un torturador de Durazno, el coronel Ramos, me dijo personalmente, mientras me mantenían de plantón en el cuartel cuando me detuvieron después del golpe: “Queremos que siga viviendo y sufriendo”. Sus interrogadores le ofrecían el oro y el moro para que brindara información, pero no lograron doblegarlo, pese a su situación crítica; de ahí el odio. Álvarez se subió al carro del complot y aceptó la falsa historia para incriminar y dejar que Perico muriera sin asistencia.


—¿Qué elementos maneja el juez sobre la decisión premeditada de omitir la asistencia y provocarle la muerte a Luzardo?


—Más allá de la responsabilidad de los médicos que cometieron el delito de omisión de asistencia, somos conscientes de que hubo una orden específica, proveniente de los mandos militares, y nosotros queremos establecer quiénes dieron esa orden, queremos que se castigue a los responsables intelectuales de ese asesinato. Mi hermano permaneció en la sala 8 del Hospital Militar desde fines de enero de 1973 hasta el 12 de junio de ese año sin recibir medicamentos, sin que le curaran las heridas espantosas provocadas por éscaras infectadas. Ni siquiera se lo higienizaba; además no era alimentado y de hecho murió de hambre. En la última semana deliraba y tuvo una agonía infame. Nosotros pudimos entrar al hospital cuatro semanas antes de la muerte, para acompañarlo, después de insistentes gestiones de mi padre, Guillermo Luzardo, de mi madre y de Elia Blanco de Ziola (madre de Ana Blanco, la compañera de Roberto). Roberto no podía ser específico en sus cartas, pero en una de las últimas escribió: “Me han hecho algo que no merezco”. Sabíamos de la situación a la que estaba sometido y finalmente logramos la autorización. De todas formas nosotros estábamos impedidos de ayudarlo en su agonía y no teníamos respuesta cada vez que solicitábamos asistencia; estábamos permanentemente bajo vigilancia de un soldado: sólo pudimos presenciar su sufrimiento.
—¿Cuál fue la responsabilidad de Álvarez en la muerte de su hermano?


—En el expediente constan mis declaraciones y las de mi madre sobre las entrevistas que mantuvimos con él y que demuestran que él estaba enterado de la situación. Pero una declaración clave es la de mi hermana Beatriz, que estaba cuidando a Perico días antes de su fallecimiento, cuando de repente se apareció el general Álvarez en la sala 8. Se paró al pie de la cama y permaneció tres minutos mirándolo fijamente; fue a comprobar que se moría. Antes de irse lanzó una pregunta en tono de orden: “¿Parentesco?”, y Beatriz respondió: “Hermana”.


—¿Qué otros testimonios aportaron?

—Hay un testigo clave. Es un médico militar que estuvo en la sala 8 que vio el estado deplorable de mi hermano y que, conmovido, se puso en contacto con mi madre. Le aconsejó que hiciéramos lo posible por sacarlo del Hospital Militar. A ese médico lo ubicamos en la ciudad donde reside y esperamos que en su momento brinde testimonio ante el juez. Por ahora preferimos no dar a conocer su nombre.
—Si Roberto hubiera recibido asistencia, ¿habría sobrevivido?
—Sí. En su momento hubo ofrecimientos de Cuba y de Suecia para brindarle el tratamiento adecuado, pero los militares se negaron rotundamente. El cirujano Sazbon declaró ante el juez que Roberto habría muerto irremediablemente, cualquiera fuera el tratamiento aplicado, pero se contradijo, porque admitió, ante preguntas del juez, que incluso en Uruguay, en el Clínicas, existía un centro especializado en el tratamiento de esos pacientes parapléjicos. Ello es fundamental para demostrar la omisión de asistencia. Y la responsabilidad, además del Goyo Álvarez y de los mandos militares, es compartida también por los directores del hospital. Mientras mi hermano estuvo internado hubo tres jefes, Scala, Arregui y un tercero cuyo nombre no pude confirmar. No es casual que cuando se formuló la denuncia ante la Comisión para la Paz y se solicitó la historia clínica, respondieran que toda la documentación había desaparecido. El testimonio de Rodríguez Juanotena puede ser fundamental en este sentido.


—¿Qué militares deberían ser interrogados por el juez?

—Aparte de Álvarez, que es el único de los generales involucrados en el complot que sigue vivo, están los coroneles que ejercieron la jefatura del Hospital Militar en la época, y un asistente del general Chiappe Posse, que fue testigo de las entrevistas que mantuvimos. Sabemos quién es porque es oriundo de Durazno, de donde provenimos los Luzardo. Y cuando el juez tome conocimiento del testimonio de uno de los prisioneros que

fueron obligados a incriminar a mi hermano, será difícil eludir la responsabilidad de los oficiales, que aparecen citados con pelos y señales y que confirma la patraña. La muerte de mi hermano fue un asesinato premeditado. Sabemos de muchos casos de omisión de asistencia a prisioneros políticos durante la dictadura, y hoy se abre la posibilidad de que se haga justicia, entre otras cosas por la decidida actitud de quienes fueron testigos y están dispuestos a dar su testimonio.